Cuando llegamos a Tinogasta, conseguimos hospedarnos en el hotel “Viñas del Sol”, quizás el mejor del pueblo. Es un hotel muy sencillo y con las comodidades mínimas. Para tener una idea de las necesidades de esos lugares, tengo un ejemplo: El dueño del hotel me mostraba orgulloso y enfáticamente, abriendo una canilla y haciendo correr el agua, que el baño tenía agua caliente. Catamarca es una de las provincias más pobres de la Argentina y Tinogasta no es la excepción.
El sábado, luego del desayuno, partimos temprano, hacia el que sería el punto más distante de nuestro viaje: El puesto aduanero de Las Grutas, casi en la frontera con Chile a 4000 metros sobre el nivel del mar. Nos separaban de nuestro objetivo cerca de 230 kilómetros y surgieron muchas dudas y temores por la autonomía de las Strom. Llenamos los tanques de nuestras motos y tomamos la ruta 60 hacia el último pueblo, Fiambalá, antes de emprender la pequeña aventura de alta montaña. Fiambalá es un pueblo pequeño, separado unos 50 kilómetros de Tinogasta, famoso por sus aguas termales, que tiene una sola estación de servicios (gasolinera) sin bandera (no es de marca conocida) por lo tanto dudábamos de la calidad de la nafta. Allí llenamos nuevamente los tanques a tope y partimos. Sabíamos que a partir de ahí, no encontraríamos otra estación hasta el regreso.
La ruta está en muy buenas condiciones, y al principio la cuesta es suave y sin muchas curvas, así que aceleramos nuestras motos en busca del horizonte. A los pocos kilómetros nos topamos con un puesto policial. Nos pidieron la documentación correspondiente y tomaron datos para nuestra seguridad. Continuamos el camino, ya sinuoso y divertido y nos internamos por pasos de gigantescas montañas ocres, amarillas y grises. Nos trasladábamos despacio, con cuidado; las curvas son cerradas y en ese tramo la ruta estaba en construcción y sin demarcar. Más adelante entramos en el valle de Chaschuil. Nos esperaban muchos kilómetros de rectas, viento fuerte y frío intenso. Esta fue la etapa más sacrificada del viaje y yo, en algún momento, quise abandonar la empresa, pero Gustavo no tuvo en cuenta mis quejas. Con un gran esfuerzo tanto nuestro como de las bestias de hierro, llegamos a la Aduana. Tomamos fotos del lugar y otras varias de las montañas, unas multicolores, otras nevadas. En algunos sectores se observaba una inmensa alfombra amarilla formada por pastos de altura que contrastaba con la fría piedra de los cerros. También vimos algunas vicuñas pastando. Es sorprendente que haya vida en esas alturas. Estábamos en medio del grupo de montañas llamado “Los Seismiles” porque hay varios picos que superan los seis mil metros y algunos rasguñan los siete mil. Cuando regresábamos nos sorprendió una tormenta de arena. Las piedritas golpeaban las motos y se nos metían por debajo de los cascos golpeándonos los rostros. Por momentos la visión era casi nula. Salimos airosos de la tormenta pero los kilómetros recorridos, el viento incansable, la tensión y el frío habían hecho mella en nuestros cuerpos. Yo me sentía agotado y algo mareado. Cuando faltaban unos 60 kilómetros para llegar a Fiambalá, y habíamos descendido unos 2000 metros, los suficientes para sentir calor nuevamente, hicimos una parada de descanso. Nos sacamos los abrigos y tomamos agua mineral y una bebida energizante que llevábamos en los bolsos. Más tarde llegamos a Fiambalá y de allí nos desviamos 15 kilómetros hasta el complejo de aguas termales del pueblo ¡Merecíamos un chapuzón en esas aguas maravillosas!

Sólo los estúpidos usan las armas.