No sé si este foro general es el correcto para publicar este particular artículo. Lo cierto es que he buscado y tengo muy claro si debe quedarse aquí o colocarlo en "Mundo de la Moto". Si no está bien en este rincón, doy por hecho que será desplazado por algún moderador a donde corresponda.
Bien.
Se trata de una composición con tinte un tanto literario que trata de romper un mito que para mí se hizo literalmente migas con estas experiencias. Hablo del mito de las motos inglesas concretamente de los 70, nada que ver, por cierto, con las maravillas que hace Triumph hoy en día.
Dado que tiene un tamaño tal vez demasiado largo para un hilo, coloco aquí una parte y a continuación el enlace con una de las webs en las que se ha publicado.
Espero que la lectura os resulte amena, aunque de lo que estoy seguro es de que os reiréis durante algún pasaje de la misma.
(Si alguno no ve las fotos, por favor, que lo escriba. Gracias)
LA ARISTÓCRATA
Era una obra de la mecánica digna de ser contemplada plácidamente. Todo en ella era belleza y distinción, sobriedad y armonía Todo, hasta que se ponía en marcha.

Acababa de recuperar mi libertad tras una mili tardía y traumática que cogió mi vida a contrapié y que, para resultar aun más sangrante si cabe, supuso el periodo en el que he sufrido el síndrome de abstinencia más agudo y prolongado de mi vida. Demasiados meses, veinte, forzado a vivir sin una vital compañía para mí: La de una moto.
Así pues, al dejar atrás el ejército, necesitaba imperiosamente una máquina lo más grande posible y también, desde luego, lo más barata a mi alcance. No tenía un duro.
Me puse de inmediato a buscar afanosamente esa moto que me resarciera de mi castrense penitencia; sin embargo no resultaba tarea fácil, en absoluto, porque rodando y preguntando aquí y allí, tan sólo encontraba calderos renqueantes de cuatro tiempos, Sanglas ex-beneméritas y cosas así, y chicharras afónicas de dos, como por ejemplo algunas Mercurio (Bultaco) hastiadas de bregar por las obras del M.O.P.
Una tarde me dejé caer por la dirección que me había recomendado algún conocido. Allí me recibió un individuo de aspecto descuidado y mirada codiciosa, al que parecía envolver un halo de cierta siniestralidad. Me atendió en su angosta oficina, un rincón polvoriento donde los papeles reposaban sobre bandejas enrejadas, además de sobre la propia mesa, esparcidos como los naipes de una baraja tras una partida perdida. En cuanto le expuse lo que necesitaba, reaccioné con una convicción inmediata, como si los recortes de mis pretensiones hubieran encajado al instante con la silueta de una oferta que mantenía a la expectativa, y me hizo de inmediato pasar atrás, a la inmensidad de su local, o más bien de una nave.
Se trataba de un almacén lóbrego y sucio, un espacio inmundo más propio de un suburbio industrial depauperado que de la digna calle de El Example donde se escondía. Pasamos ante dos filas de motos mugrientas, algunas de ellas no eran más que el cadáver de un siniestro, hasta que nos adentramos en el pasillo de la tercera.
Y allí estaba.
Apenas si adivinaba qué era bajo aquella luz mortecina y el silencio intencionado del vendedor. La sacó de la formación y la llevó hasta un espacio sobre el que caía el haz tembloroso de un fluorescente ennegrecido. Allí me la descubrió cuando, con un trapo harapiento, comenzó a llevarse el polvo que la cubría, retirando esa funda que el tiempo y la quietud habían echado sobre ella para guardar su estancia como el mejor de los champañas reposando dentro de su cueva.
Era larga, muy larga, y esbelta, y aparentaba además la gracilidad de una bailarina de El Real. Pero al mismo tiempo contrastaban en ella siluetas voluptuosas que no sobresalían, que aparecían simplemente grabadas sobre sus costados, y también figuras barrocas que en algunas partes se retorcían como arabescos sin salir del plano. Un faro Lucas, imponente y ducal, relucía con soberbia sobre un imperio de cromados y aluminio pulido que luchaban por brillar dentro de aquella penumbra. Su estabilidad sobre raíles era tan legendaria como su origen, y hasta el propio anagrama de la marca era un ejercicio de gótica distinción. Su nombre más tarde lo conocí en su completa extensión- se leía de la misma forma en que los ujieres anunciaban solemnemente, siglos atrás, la entrada a un baile monárquico de cada personaje de rancio abolengo.
Norton-Comando 850, MK-3, Electric Start, Réplica John Player.

El tipo de halo siniestro y mirada codiciosa debió percibir de inmediato el entusiasmo que iluminó mi cara y la avidez que despuntaba en mis ojos con un brillo infantil. La Aristócrata me fascinó desde el primer momento en que la vi relucir bajo aquel triste fluorescente. El vendedor la empujé con solemne lentitud, para ganar incluso un mayor glamour, y la llevé hasta la acera para mostrármela astutamente bajo un sol de septiembre que se filtraba entre las hojas palmípedas de los castaños. La silueta majestuosa de la Norton me había cautivado y, desde luego, a él ya no le cabía la menor duda. Aprovechó mi momento de fascinación para realizar una serie de manipulaciones sobre la máquina, que me pasaron totalmente inadvertidas, hasta que el poder del bicilíndrico dejó oír su bronco bramar escalando por las fachadas y los balcones. Fue el momento mágico en el que terminó de hechizarme y en el que, contemplándome, aquel ruin compra-venta lamentó haber fijado con anterioridad un precio y no poder elevarlo en unas suculentas cifras.
Me la llevé en ese mismo instante, no hubiera soportado ni siquiera unas horas de espera por cualquier trámite estúpido que retrasaran ese mágico y ansiado momento: El de verme por fin, después de tantos meses, subido en mi propia moto.. Sin embargo, pronto empezaría a conocer el lado funesto de aquella distinguida adquisición.
¿Vibraciones? Ja. Me gustaría que todos los que se quejan hoy en día de este mal mecánico probasen aquella Norton Comando y sintieran trepidar los huesos, castañetear los dientes y un termitero africano recorriendo sus manos y sus pies aún media hora después de haberla parado. Tal vez es que habría que hablar de vibraciones en las motos de ahora y de seísmos en el caso de aquella Norton.

El primer elemento que se desmontó, apenas una semana después de comprarla, fue el motor de arranque. Intenté reacoplarlo con unos nuevos tornillos de estrella, pero de inmediato me encontré con la primera y casi insalvable peculiaridad británica de aquella moto orgullosa: un paso de rosca ignoto para mí llamado wilbur. Poco después, una cabeza de tornillo me descubrió con su inexplicable medida el porqué de la existencia y el propio nombre de una herramienta Universal: La Llave Inglesa. La llave del 10 era pequea y la del 11 grande. Después de dar unos cuantos tumbos, me resigné a dejar el motor de arranque sin más sujección que el propio reposo sobre el cárter, detrás de los cilindros y debajo de los carburadores; cuando necesitase arrancar, lo acoplaría con la mano y, si los pistones estaban en su punto debido, el rótor tendría fuerza suficiente para poner en marcha el bicilíndrico, si no, habría que echar el pie a la palanca del kit start. Y eso, casi por sí solo, requeriría otra entrega completa.
No había asimilado aún las especiales circunstancias del arranque, cuando el embrague empezó a patinar. Al parecer se trataba de un despiste de ingeniería, insólito para mí, que motivaba su sistema de diafragma -decían que diseñado por Porsche- y que exigía una cura periódica, cada mil millas aproximadamente, por una circunstancia demasiado complicada y aburrida como para explicarla ahora.
Un par de semanas más tarde, un problema eléctrico, cuya esencia he olvidado, me mostraría la tercera exquisitez británica de aquella delicada belleza. Después de una hora de brico-moto, no daba con la solución y no dejaba de consumir fusibles de forma misteriosa: fundía uno, lo sustituía por otro que se volvía a fundir como por arte de alguna brujería de Las Islas. Y no iba desencaminado, porque, finalmente, alguien que probablemente se apiadó de mí, me confió que el circuito eléctrico estaba diseñado justo a la inversa de la fórmula universal que utilizan todos los vehículos: en la Norton, el positivo estaba conectado al chasis.
¡Ah, sí !, recuerdo que como cuarta peculiaridad inglesa, de estrambótica sofisticación, lucía un enchufe en el lateral. Un enchufe, sí, con el aspecto de cualquier enchufe doméstico que resaltase en una pared de los sesenta. Para el traje térmico, decían ¿?
Pero sin duda el mal congénito que me veía obligado a sufrir y combatir eran, como decía, las vibraciones, que se extendían como un cáncer por toda la máquina. Con la Norton descubrí una nueva función de la limpieza de la moto que aún hoy en día sigo aplicando en las que poseo. Limpiar me servía, sobre todo, para pasar lista a todos los componentes, incluso a los que se alojaban en los rincones más escondidos, y verificar que se hallaban bien apretados. La limpiaba y repasaba casi cada día, porque La Aristócrata se desguazaba por momentos, y los que más sufrieron esa peculiaridad fueron, tal vez, mis compañeros de las salidas dominicales, que acabaron apartándose de mí lado como si fuese un apestado.
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Tomás Pérez